Hace algunos años, el filósofo y economista estadounidense
Noam Chomsky en su libro “Dos horas de lucidez”, reveló un secreto a voces: que
durante la década de 1950 en su país se habían complotado empresas petroleras,
automotrices y de neumáticos para comprar empresas de tranvías y luego,
cerrarlas y colocar ómnibus y fomentar la motorización particular. Así fue
erradicada la mayor parte del transporte público en el gran país del Norte.
Estas políticas se replicaron en toda América Latina, con la
diferencia de que en nuestros países las empresas eran estatales, por cuanto
las acciones se centraron en incentivar a los respectivos poderes locales.
En la Argentina desde 1955, a través de la dictadura militar
de entonces, comenzó un paulatino programa de liquidación de empresas de
transporte público que se intensificó a partir de 1958, por medio del Plan
Larkin y otros planes restrictivos. Se cerraron muchas líneas y ramales
ferroviarios, y el cierre de los sistemas tranviarios y de trolebuses.
Rosario no fue la excepción a esta tendencia, y si bien
desde 1955 se había aceptado la inclusión de concesionarios de transporte
privado con capital propio, en 1960 se produjo una gran privatización de
líneas, con unidades entregadas a los empleados a cambio de que éstos las
pagasen a largo plazo con facilidades.
Gradualmente fueron desapareciendo líneas de tranvías,
llegando a 1963 con sólo seis recorridos operativos. Aquel 12 de febrero se cerraba una etapa, y
lo que fue más grave: se abortaba la posibilidad de una modernización y
reestructuración del transporte público.
¿Pero fueron sólo motivos externos los que terminaron con
los tranvías en la Argentina y en Rosario en particular? Definitivamente, no.
Los tranvías rosarinos se habían habilitado en 1906, con una
cantidad máxima de veintisiete líneas que representaban más de trescientos
kilómetros de vías en la década de 1940 y poco más de trescientos coches.
Para la fecha del cierre del sistema, el 90% de la flota era
la original (con las reformas y reparaciones del caso), y apenas el 10% se
trataba de tranvías de fabricación local con un promedio de uso de veinte años.
En tanto, gran parte de la red aérea de contacto ya había
cumplido su vida útil, y la renovación de vías no era lo suficientemente
intensa. Poco podían hacer los tranvías frente a la potencia y velocidad de los
ómnibus Mack y Leyland, pese a que la vida de éstos fue muy efímera comparada a
la longevidad de los coches eléctricos.
Todos estos factores, más las reiteradas huelgas del
personal llevaron a adoptar la decisión de suprimir el sistema tranviario,
quedando el municipio con la operación directa de las seis líneas de trolebuses
de entonces.
Está claro que la drástica determinación fue una consecuencia
nefasta, pero también es innegable que tanto en Rosario como en otras ciudades
se pensó que los tranvías eran eternos. Hacía muchos años que los tranvías
deberían haber sido cambiados en masa por otros nuevos y más veloces; así como
las vías necesitaban un total recambio. Así se venía haciendo en Europa, y eso
es lo que posibilitó que la embestida petrolera-automotriz no tuviese ni de
lejos el éxito que obtuvo de este lado del Atlántico.
Los cincuenta años que transcurrieron desde entonces nos
cuentan que el sistema automotor no resultó un modelo superador. El esquema de
componentes privados cayó por peso propio en la década de 1990, cuando la
economía de mercado imponía nuevas pautas a las que los veteranos colectiveros
no pudieron o no quisieron adaptarse.
Por su parte, el Municipio cometió con los trolebuses el mismo error que
con los tranvías, y cuando cayó en la conclusión de que debería haberlos renovado,
optó por privatizarlos, con el fracaso de dos concesionarios consecutivos.
EL FUTURO
Desde la crisis petrolera internacional de 1973, se
reflexionó acerca de la necesidad de retornar a alternativas de transporte
eléctrico, y se revalorizó al tranvía. Las grandes industrias del rubro
retomaron las investigaciones y a mediados de la década de 1980 se comenzó la
reinstalación de sistemas que habían sido abandonados, y se planificó la
construcción de nuevas redes.
Los nuevos tranvías son difíciles de relacionar con aquellos
venerables vehículos de madera que durante años transportaron a nuestros padres
y abuelos y hoy son motivo de entrañables recuerdos. Por el contrario, se trata
de gráciles vehículos que silenciosamente serpentean calles y avenidas tanto en
Europa como en América del Norte y los países árabes y asiáticos.
Más de un centenar de sistemas tranviarios fueron
reinstalados desde 1973, y se calcula que son 400 las redes actuales en el
mundo.
En 1998, la consultora franco argentina Systra-Atec propuso
que Rosario debía volver a tener tranvías, en un recorrido troncal Norte-Sur,
que remedaba a las antiguas líneas “8” y “25”, y más cercano en el tiempo, a
las “H” y “M” de trolebuses.
La palabra “tranvía” había dejado de ser sinónimo de
obsolescencia y de carro antiguo para convertirse en un objetivo; una meta.
Ciertamente que hoy propios y extraños coinciden que Rosario
merece y necesita tener tranvías. En eso
están empeñadas las autoridades, aunque la realidad exhibe costos iniciales muy
altos, que si bien serían amortizados en el tiempo, son muy difíciles de
financiar. De ahí las dilaciones en la concreción de avances concretos. Estas dificultades son la prueba más palmaria
de que lo que la ciudad perdió hace exactamente cinco décadas. De no haberse
registrado esa suma de errores empresarios y políticos, hoy Rosario tendría una
red modernizada de manera gradual y con un transporte sustentable.
Como testimonio de aquél pasado y de la vocación y capacidad
de los técnicos rosarinos, el Tranvía Histórico Nro. 277, en avanzado proceso
de reconstrucción, constituirá en el corto plazo el regreso –aunque en mínima
escala- de la tracción eléctrica sobre rieles a una ciudad que jamás debió
abandonarla.
MARIANO CÉSAR ANTENORE
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